TEXTO COMPLETO DEL MENSAJE DEL SANTO PADRE PARA LA JORNADA MUNDIAL DEL
ENFERMO
Confiar en Jesús misericordioso
como María: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5)
Publicamos a continuación el mensaje completo del
Santo Padre para la Jornada Mundial del Enfermo que se celebra el próximo 11 de
febrero de 2016 en Nazaret. Leer un resumen aquí.
Queridos hermanos y hermanas:
La XXIV Jornada Mundial del Enfermo me ofrece la
oportunidad para estar especialmente cerca de vosotras, queridas personas
enfermas, y de los que se ocupan de vosotras.
Debido a que este año, dicha jornada será celebrada
de manera solemne en tierra Santa, propongo meditar la narración evangélica de
las bodas de Caná (Jn 2,1-11), en las que Jesús hizo su primer
milagro gracias a la intervención de su Madre. El tema elegido - Confiar
en Jesús misericordioso como María: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5)
se inscribe muy bien en el marco del Jubileo extraordinario de la Misericordia.
La Celebración eucarística central de la Jornada tendrá lugar el 11 de febrero
de 2016, memoria litúrgica de la Beata Virgen María de Lourdes, precisamente en
Nazaret, donde «la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14).
Jesús inicio allí su Misión salvífica, asumiendo para sí las palabras del
profeta Isaías, como nos refiere el evangelista Lucas: «El Espíritu del Señor
está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la
Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos;
para dar la libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor»
(4,18-19).
La enfermedad, especialmente aquella grave, pone
siempre en crisis la existencia humana y trae consigo interrogantes que excavan
en lo íntimo. El primer momento a veces puede ser de rebelión: ¿Por qué me ha
sucedido justo a mí? Se puede entrar en desesperación, pensar que todo está
perdido y que ya nada tiene sentido…
En estas situaciones, por un lado la fe en Dios es
puesta a la prueba, pero al mismo tiempo revela toda su potencialidad positiva.
No porque la fe haga desaparecer la enfermedad, el dolor, o los interrogantes
que derivan de ello; sino porque ofrece una clave con la cual podemos descubrir
el sentido más profundo de lo que estamos viviendo; una clave que nos ayuda a
ver de que modo la enfermedad puede ser el camino para llegar a una cercanía
más estrecha con Jesús, que camina a nuestro lado, cargando la Cruz. Y esta
clave nos la proporciona su Madre, María, experta de este camino.
En las bodas de Caná, María es la mujer atenta que
se da cuenta de un problema muy importante para los esposos: se ha acabado el
vino, símbolo del gozo de la fiesta. María descubre la dificultad, en cierto
sentido la hace suya y, con discreción, actúa rápidamente. No se limita a
mirar, y menos aún se detiene a hacer juicios, sino que se dirige a Jesús y le
presenta el problema tal cual es: «No tienen vino» (Jn 2,3). Y
cuando Jesús le hace presente que aún no ha llegado el momento para que Él se
revele (cfr v. 4), dice a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga» (v. 5).
Entonces Jesús realiza el milagro, transformando una gran cantidad de agua en
vino, en un vino que aparece de inmediato como el mejor de toda la fiesta. ¿Qué
enseñanza podemos obtener del misterio de las bodas de Caná para la Jornada
Mundial del Enfermo?
El banquete de bodas de Caná es un icono de la
Iglesia: en el centro está Jesús misericordioso que realiza la señal; a su
alrededor están los discípulos, las primicias de la nueva comunidad; y cerca a
Jesús y a sus discípulos, está María, Madre previdente y orante. María participa
en el gozo de la gente común y contribuye a aumentarla; intercede ante su Hijo
por el bien de los esposos y de todos los invitados. Y Jesús no rechazó la
petición de su Madre. ¡Cuánta esperanza en este acontecimiento para todos
nosotros! Tenemos una Madre que tiene sus ojos atentos y buenos, como su Hijo;
su corazón materno está lleno de misericordia, como Él; las manos que quieren
ayudar, como las manos de Jesús que partían el pan para quien estaba con
hambre, que tocaban a los enfermos y les curaba. Esto nos llena de confianza y
hace que nos abramos a la gracia y a la misericordia de Cristo. La intercesión
de María nos hace experimentar la consolación por la cual el apóstol Pablo
bendice a Dios: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en
todas nuestras tribulaciones, para poder nosotros consolar a los que están en
toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por
Dios! Pues así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente
abunda también por Cristo nuestra consolación» (2 Co 1,3-5). María
es la Madre “consolada” que consuela a sus hijos.
En Caná se perfilan los rasgos característicos de
Jesús y de su misión: Él es Aquel que socorre al que está en dificultad y en la
necesidad. En efecto, en su ministerio mesiánico curará a muchos de sus
enfermedades, malestares y malos espíritus, donará la vista a los ciegos, hará
caminar a los cojos, restituirá la salud y la dignidad a los leprosos,
resucitará a los muertos, a los pobres anunciará la buena nueva (cfr Lc 7,21-22).
La petición de María, durante el banquete nupcial, sugerida por el Espíritu
Santo a su corazón materno, hizo surgir no sólo el poder mesiánico de Jesús,
sino también su misericordia.
En la solicitud de María se refleja la ternura de
Dios. Y esa misma ternura se hace presente en la vida de muchas personas que se
encuentran al lado de los enfermos y saben captar sus necesidades, aún las más
imperceptibles, porque miran con ojos llenos de amor. ¡Cuántas veces una madre
a la cabecera de su hijo enfermo, o un hijo que se ocupa de su padre anciano, o
un nieto que está cerca del abuelo o de la abuela, pone su invocación en las
manos de la Virgen! Para nuestros seres queridos que sufren debido a la
enfermedad pedimos en primer lugar la salud; Jesús mismo manifestó la presencia
del Reino de Dios precisamente a través de las curaciones: «Id y contad a Juan
lo que oís y lo que veis: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan
limpios, los sordos oyen y los muertos resucitan» (Mt 11,4-5). Pero
el amor animado por la fe hace que pidamos para ellos algo más grande que la
salud física: pedimos una paz, una serenidad de la vida que parte del corazón y
que es don de Dios, fruto del Espíritu Santo que el Padre no niega nunca a los
que le piden con confianza.
En la escena de Caná, además de Jesús y de su
Madre, están los que son llamados los “sirvientes”, que reciben de Ella esta
indicación: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Naturalmente el
milagro tiene lugar por obra de Cristo; sin embargo, Él quiere servirse de la
ayuda humana para realizar el prodigio. Habría podido hacer aparecer
directamente el vino en las tinajas. Pero quiere contar con la colaboración
humana, y pide a los sirvientes que las llenen de agua. ¡Cómo es precioso y
agradable a Dios ser servidores de los demás! Esto más que otras cosas nos hace
semejantes a Jesús, el cual «no ha venido para ser servido sino a servir» (Mc 10,45).
Estos personajes anónimos del Evangelio nos enseñan mucho. No sólo obedecen,
sino que obedecen generosamente: llenaron las tinajas hasta el borde (cfr Jn 2,7).
Se fían de la Madre, y de inmediato hacen bien lo que se les pide, sin
lamentarse, sin hacer cálculos.
En esta Jornada Mundial del Enfermo podemos pedir a
Jesús misericordioso, a través de la intercesión de María, Madre suya y
nuestra, que conceda a todos nosotros esta disponibilidad al servicio de los
necesitados, y concretamente de nuestros hermanos y de nuestras hermanas enfermas.
A veces este servicio puede resultar fatigoso, pesado, pero estamos seguros que
el Señor no dejará de transformar nuestro esfuerzo humano en algo divino.
También nosotros podemos ser manos, brazos, corazones que ayudan a Dios a
realizar sus prodigios, con frecuencia escondidos. También nosotros, sanos o
enfermos, podemos ofrecer nuestras fatigas y sufrimientos como el agua que
llenó las tinajas en las bodas de Caná y fue transformada en el vino más bueno.
Con la ayuda discreta a quien sufre, tal como en la enfermedad, se toma en los
propios hombros la cruz de cada día y se sigue al Maestro (cfr Lc 9,23);
y aunque el encuentro con el sufrimiento será siempre un misterio, Jesús nos
ayudará a revelar su sentido.
Si sabremos seguir la voz de Aquella que dice también
a nosotros: «Haced lo que Él os diga», Jesús transformará siempre el agua de
nuestra vida en vino apreciado. Así esta Jornada Mundial del Enfermo, celebrada
solemnemente en Tierra Santa, ayudará a realizar el augurio que he manifestado
en la Bula de convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia: «Este
Año Jubilar vivido en la misericordia pueda favorecer el encuentro con el
Hebraísmo, con el Islam y con las demás religiones y con las otras nobles
tradiciones religiosas; nos haga más abiertos al diálogo para conocernos y
comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje
cualquier forma de violencia y de discriminación» (Misericordiae Vultus,
23). Cada hospital o cada estructura de sanación sea signo visible y lugar para
promover la cultura del encuentro y de la paz, donde la experiencia de la
enfermedad y del sufrimiento, así como también la ayuda profesional y fraterna,
contribuyan a superar todo límite y toda división.
En esto son ejemplo para nosotros las dos monjas
canonizadas en el mes de mayo último: santa María Alfonsina Danil Ghattas y
santa María de Jesús Crucificado Baouardy, ambas hijas de la Tierra Santa. La
primera fue testigo de mansedumbre y de unidad, ofreciendo un claro testimonio
de cuan importante es que seamos unos responsables de los otros, de vivir uno
al servicio del otro. La segunda, mujer humilde e iletrada, fue dócil al
Espíritu Santo y se volvió instrumento de encuentro con el mundo musulmán.
A todos los que están al servicio de los enfermos y
de los que sufren, deseo que sean animados por el espíritu de María, Madre de
la Misericordia. «La dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, a fin
de que todos podamos descubrir la alegría de la ternura de Dios» (ibid.,
24) y llevarla impregnada en nuestros corazones y en nuestros gestos. Confiemos
a la intercesión de la Virgen las ansias y las tribulaciones, junto con los
gozos y las consolaciones, y dirijamos a ella nuestra oración, a fin de que
vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos, especialmente en los momentos de
dolor, y nos haga dignos de contemplar hoy y por siempre el Rostro de la
misericordia, a su Hijo Jesús.
Acompaño a esta súplica por todos vosotros mi
Bendición Apostólica.
Desde el Vaticano, 15 de setiembre de 2015
Memoria de la Beata Virgen María Dolorosa
FRANCISCUS
(15 de septiembre de 2015) © Innovative Media
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Ciudad del Vaticano, 15 de septiembre de 2015 (ZENIT.org) Staff Reporter | 338
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